
En ese octubre de 1967, y en los meses previos, se masticaba la muerte en la jungla boliviana. Después del fiasco en el Congo, la aventura de la liberación de Bolivia estaba consiguiendo unos resultados todavía más desoladores. Quizás ya no era tan buen estratega como lo había sido en Cuba. No calculó que estaba poco más que solo. Así, Che durmió y se regocijó con la soledad durante los tiempos previos a su ajusticiamiento. Era la crónica de una muerte anunciada. Él eligió su muerte, y consumó su leyenda entre la juventud rebelde en el mundo. Héroe o villano, justiciero o asesino, siempre fiel a su mismo e inamovible en sus ideas, la verdad es que poseía un carisma especial. Aunque visto desde la frialdad que la adolescencia nos deja cuando nos abandona, Ernesto confió demasiado, engañándose completamente, en la justicia del comunismo – si hoy levantase la cabeza y viese Cuba quizás se hubiese muerto de nuevo. Pero alguien tenía que luchar contra la injusticia que imperaba en su patria, en el mundo, y el siempre se ofrecía de primero. Su carisma fue superado por la arrogancia de iluminado, que le llevó a pensar que poseía la autoridad moral para tomar la justicia por su mano. Probablemente sin quererlo, jugó con fuego en sus coqueteos con el socialismo y el nuevo hombre. Ser demasiado autodidacta pudo ser una de las razones. Crecer en tiempos turbios para América Latina pudo ser otra. Sin embargo, el héroe o villano sigue sin dejar a nadie indiferente. Nos llevó a blasfemar contra la injusticia. Nos llenó la juventud de sloganes por la paz, llenos de buenas intenciones. Y los cuartos de pósteres, y las camisetas de fotos suyas. Y acabó implacablemente solo, porque en realidad nadie se entregó a ese destino suicida de aquella forma tan descarada. Él mismo se hizo presa de la tela de araña boliviana, a la que se tiró de bruces. El macabro hecho de que su cabeza sirviera de trofeo, simboliza ese status de héroe o villano continental. Demuestra la siniestralidad y crueldad de su vida, de su entorno, de su tiempo, de sus batallas inventadas y no inventadas. Mientras moría, el 9 de Octubre de 1967, su amigo Fidel se entregaba a la comodidad de la vida en La Habana, ese comfort que no compartía con sus "súbditos-proletarios" cubanos, usándolos como simples peones de su país para llenar sus ambiciones personales de poder en su ajedrez particular. El juego del Che había sido su guerra, justa para él, pero absurda en tanto que para él, todo ser humano tenía la obligación moral de participar en ella – o como amigo, o como enemigo. Pero las cosas no eran ni negras ni blancas. Y ni el capitalismo tan malo, ni el socialismo tan bueno. Habría otros caminos. Tal vez, su arrogancia fue tal que prefirió estar muerto a reconocerlo.
Paradójica o curiosamente, o no, ante mi pregunta sobre el Che, un amigo cubano empujó la puerta de su casa – no fuera a ser que alguien en la calle escuchase cualquier cosa poco digna del comunismo cubano– y me dijo: “Ese es el que tenía que estar vivo, y no el otro...”. Y por aquí, como decía el chiste de Borges, los críos preguntan a sus papás: "Y ese Che, el de las camisetas, jugó en el Barsa o en el Madrid?"
No comments:
Post a Comment