Feb 19, 2011

"Reflexiones de un fumador sin tabaco"

“Casi desde el principio de la guerra, acabóse o, por lo menos, escasea mucho el tabaco en España. Por sí solo, este hecho es terrible, porque lanza a la ociosidad a muchos millares de españoles que no hacían otra cosa que echar humo por la  nariz. Las personas habituadas a esta distracción comprenden melancólicamente que no pueden hallar ninguna otra que la sustituya. Comprar un paquete de cigarrillos por 50 céntimos era asomarse a la voluptuosidad de las más incongruentes sorpresas. Al principio, en una edad remota, de la que apenas queda el recuerdo, los cigarrillos eran, efectivamente, de tabaco. Una operaria de la Fábrica ensayó la novedad de mezclar migas de pan de su merienda con la picadura, y la innovación tuvo éxito. Otra hizo el sacrificio diario de unos cuantos pelos, y esta iniciativa provocó tal júbilo en los consejeros, que casi se olvidaron de la anterior.

La Tabacalera supo que en el extranjero se hacían extrañas combinaciones, mezclando con la hoja del tabaco substancias diversas, tales como melaza, ron, esencia de jazmines… La Tabacalera no quiso quedarse atrás en este movimiento progresivo, y aspiró a dar a nuestros cigarros un típico e inconfundible carácter. Después de las migas de pan y de los pelos apeló a los palillos de dientes, las arenas de mar, trozos de muelas inservibles, pólvora negra, escamas de pescados, tachuelas, zapatos viejos reducidos a polvo. Lentamente la proporción de tabaco fue menor, y los fumadores hallaban dentro de la envoltura de papel objetos que nadie pudo creer que pudiesen hermanar con las secas hojas aromáticas.

Pero ahora ni aun esos cigarrillos existen. Y tampoco queda el recurso de fumar las colillas. Una de las características de Madrid es la absoluta carencia de colillas. En Madrid no puede usted nunca ver una colilla abandonada en la calle. Arroja usted la punta de un cigarro por encima del hombro, se vuelve a mirar, y ya no la ve. Antes de llegar al suelo, unas manos ávidas la han recogido. Naturalmente, esto ocurría antes, cuando el tabaco abundaba. Hoy nadie arroja las puntas de los cigarros, y si algún despilfarrador lo hace así, la persona que camina detrás de él, si es honorable, le da un golpecito en un hombro y le advierte, saludándole con profundo respeto:

-          Señor, se le ha caído a usted una colilla.

Esta escasez de tabaco presenta una gravedad que a nadie puede ocultarse, y muchos periódicos han augurado que España vencerá con ese pretexto la pereza que experimenta hace años para lanzarse a la revolución. Es preciso tener en cuenta lo que entraña el acto de fumar para un ciudadano. Esto puede comprobarse especialmente en las plataformas de los tranvías. Los asientos van vacíos, pero los fumadores, a pesar de las incomodidades que se procuran los unos a los otros, no se resuelven a arrojar sus cigarrillos y entrar. Cierta noche de frío implacable, encontré a un amigo en la plataforma delantera de uno de esos vehículos. El hombre tosía tan fuerte que inspiraba pena.

-          Pase usted al interior –le aconsejé solícitamente.

-          No puedo –contestó-; estoy fumando.

Continuó el viaje. Al través de los empañados vidrios le veía agitarse en las sacudidas de su tos.

-          Pase usted –insistí con un ademán.

Y volvió a mostrarme un objeto aplastado, lleno de saliva, humeante  y negruzco. Nos lo mostró e hizo un gesto de decidida resignación. Creeríase que era el cigarrillo el que le estaba fumando a él y que no quería soltarle. Al llegar el tranvía a la Prosperidad, mi amigo cayó víctima de la disnea.

-          ¿Por qué no arrojó su cigarro? –le reprendí.

Pero mi pregunta le causó tal impresión de extrañeza y de disgusto, que siempre tuve el remordimiento de haber quizá acelerado su muerte con aquellas palabras.

En cambio, algunos periodistas y ciertas personas deficientemente informadas han dado en tomar en broma este suplicio de no fumar.

Sin embargo, el fumar constituye una necesidad tan arraigada como la de beber y mucho más que la de comer, y nadie se burla de las torturas de la sed o del hambre. Se han escrito numerosas novelas hablando de los sufrimientos de unos cuantos hombres abandonados sobre una balsa en la soledad de los mares. ¿Por qué no se trata con la misma cantidad de retórica y de sentimentalismo a los millones de seres que hace muchos días ya que no fumamos?

¿Se han detenido ustedes a examinar las angustias que experimenta el fumador al que se suprime de repente el tabaco? No se conoce nada más horrible. El suplicio presenta tres fases. En la primera, el fumador saca incesantemente de su bolsillo la vacía petaca, palpa todas sus faltriqueras, suspira, acosa a los amigos en súplica de un cigarro, de medio cigarro, aunque sea un polvillo de rapé… No puede trabajar; las ideas son truncadas por esta idea temáticamente repetida: “¡Si pudiese fumar…!” Concluye por no pensar en otra cosa. La mejor comida no le satisface. Gime: “¡Qué bien vendría ahora un cigarrillo!” Cuando toma el café la tortura se agudiza extraordinariamente. Está de mal humor; riñe con sus compañeros de oficina; altera la paz del hogar; va y viene sin motivo justificado…

Segunda fase: El fumador adquiere la propensión invencible a contemplar extasiado todas las cosas que echan humo: las chimeneas de las casas, las locomotoras y los tubos de escape de los automóviles. Si encuentra en la calle algún señor que pasa fumando, ya por ser un cubano recién llegado, ya por ser consejero de la Arrendataria, marcha detrás de él y aspira el vaho azulino que el otro lanza al viento. Huele y chupa todas las boquillas viejas que tiene, y si no tiene ninguna chupa y huele todos los pulgares de sus amigos los fumadores que han conseguido ponerlos amablemente amarillos a fuerza de nicotina. Pero todo esto tan sólo le proporciona un ligerísimo alivio, y pronto se exacerba más su ansia, como las de los náufragos sedientos que beben agua del mar. Torna a los estancos, ofrece cantidades fabulosas a los dependientes, suplica que le vendan un puñado de polvo del suelo, coge casi sin disimulo las colillas que encuentra. A veces camina kilómetros y kilómetros tras un transeúnte que va fumando un puro, con la esperanza de recogerlo cuando lo arroje; y su desesperación es indescriptible al ver que el transeúnte, después de frotar la colilla contra una pared, para apagarla, la guarda cuidadosamente.

Tercera fase:

El fumador entra en un franco desvarío. Ha hecho cigarrillos de hojas de té, de hojas de legumbres, de papel de barba pintado de sepia, de aserrín, de polvos insecticidas… Los ha hecho y los ha fumado. Masca madera de cajas de habanos; pasa el día en las oficinas públicas donde el humo del tabaco que se quemó en 1850 existe aún, por no haberse ventilado nunca. Frecuenta todos los sitios donde se prohíbe fumar, que es donde aún se puede ver a algún señor que fuma. Divaga, tiene alucinaciones, enferma y muere.

Todo esto es demasiado grave para hacer reír a su costa.

Puede ser que alguien se resista a creer que lo que narramos sea posible. Más imposible parece, sin embargo, que el Gobierno tolere que la Tabacalera proceda con tan punible despreocupación, y no haya suprimido el estanco del tabaco para declarar libre su venta en todo el país.”
 
Wenceslao Fernández Flórez (1885-1965)

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