Aunque la mayoría de los políticos suele recuperar fuera del poder la lucidez que había perdido en su afán de conservarlo, algunos ex permanecen atacados por el virus de la soberbia y lejos de los focos sufren problemas de adaptación a la penumbra. El desasosiego los transforma en gurús vocacionales, arbitristas dispuestos a dispensar las recetas que no supieron o no pudieron aplicar cuando el fragor de la política les obnubilaba el criterio. De repente sufren vahídos de clarividencia y en tono elegíaco claman como profetas incomprendidos ante la evidencia de una catástrofe que nunca vieron venir cuando gobernaban. Con el ceño fruncido por la preocupación proponen reformas, sugieren planes y urgen medidas que jamás, mecachis, se les ocurrieron cuando estaban en condiciones de aplicarlas.
Algunas de esas ideas suponen el descubrimiento individual y tardío de mediterráneos que siempre han estado ahí. Así, Aznar insta a reconducir la elefantiasis de las autonomías y al otro lado del espejo González —respaldado por Rodríguez Ibarra— lanza el órdago de suprimir las diputaciones. Y dos huevos duros. Todos ellos saben por larga experiencia la complejidad política y legal y el imposible encaje constitucional de esta clase de retos grandilocuentes, pero lejos del poder no hay que pararse en minucias y conviene pensar a lo grande. Visión de Estado, lo llaman. La que les faltaba cuando tejían alianzas con los nacionalistas, entregaban competencias en saldo o urdían redes clientelares en las estructuras provinciales.
Están en su derecho de jugar al jacobinismo regeneracionista, pero desenfocan el objetivo y enredan el debate al situarse a favor de corriente en un río revuelto. Ahora parece políticamente incorrecto defender la descentralización pero el Estado de las autonomías, con toda su hipertrofia o pese a ella, ha equilibrado España y ha impedido la fractura de la cohesión nacional. Lo que hay que revisar, al menos en primera instancia, son sus excesos —entre los que está la suplantación de las diputaciones a través de estructuras provinciales duplicadas, ¿verdad, Ibarra?—, no su naturaleza. El problema de la sostenibilidad de una administración indiscutiblemente sobredimensionada no se soluciona con la sierra de amputar, sino con el bisturí del ahorro. Techos de gasto, límites de endeudamiento, barreras de austeridad, ajustes presupuestarios. La mutilación no es una terapia. Y deberían saberlo mejor que nadie quienes sin duda de buena fe propiciaron el desparrame que ahora proponen controlar a hachazos.
Ignacio Camacho, ABC, 3/2/2011
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